Cristóbal se levantó a las 4:50 para conseguir las flores. Habían de ser las más hermosas y coloridas. Se deslizó de la cama evitando hacer ruido, sin embargo Emilia se despertó. "¿Pa’ dónde va?", le preguntó a Cristóbal su mujer con voz ronca. "Voy a comprar flores" contestó mientras se ponía las botas de trabajo, ya sin que le importara el ruido.
Cuando salió de su casa, las montañas del Este filtraban los primeros rayos del sol de ese sábado 6 de Agosto. Santa Elena irradiaba aún tranquilidad. Cristóbal caminó hasta una plaza dónde los campesinos ya habían tendido sus redes de colores. Lirios púrpuras, amarillos y blancos en el piso como ofrendadas al cielo, tsunamis de claveles multicolores se vertían por toda la explanada, agapantos recién cortados adornaban los adoquines y en el aire se respiraba el dulce aroma de los crisantemos. Los campesinos vaciaban sus cajas sobre papeles plásticos en el piso, otros colocaban las flores en jarrones y cubetas. La plazuela estaba convertida en un caleidoscopio floral.
Cristóbal comenzó a seleccionar sus flores: las más frescas, las más bellas, las más dulces y las menos tímidas. Con gran paciencia comenzó a recorrer la explanada que poco a poco se comenzaba a llenar gente. Seleccionó algunos Pinochos, flores que le recordaban su infancia, espléndidas orquídeas de soberbia belleza, gladiolos de tonos rosa, rojo y blanco, pequeños pensamientos de varios azules y las estrellas de Belén con más florecillas en sus cabezas. Cristóbal se había propuesto hacer la silleta más espléndida que alguna vez se hubiera visto, y sabía que para lograr ese fin, tendría que seleccionar las mejores flores.
Deseaba trabajar en un lugar apartado, no habría de compartir el espacio destinado a los silleteros en esa plaza. Con su primer cargamento de flores, regresó a su casa. Encontró a Emilia preparando frijoles y Sancocho. "Cristóbal, uste’ ya está muy viejo pa’ eso, no participe en el desfile…" una simple mirada de ira fue suficiente para hacer callar a Emilia. Este año sí sería su año, este año ganaría el concurso y sería reconocido por su labor y su trabajo. Cristóbal nunca había ganado el concurso de las silletas, lo había intentado por mucho tiempo con las silletas tradicionales, entrando siempre en los primeros cinco puestos, pero nunca el primer lugar, hasta que, hacía 5 años, comenzó a participar con las silletas monumentales. Ese era el afán que guiaba de la mano a Cristóbal, ese mismo afán que infundaba miedo en Emilia y desesperación en Andrés, su hijo. "¿Dónde está Andrés?" Preguntó Cristóbal a su mujer, "Está cortando la madera de la silleta atrás."
A pesar de la discusión que había tenido con su padre, Andrés decidió ayudarlo una vez más en la construcción de la silleta. Había cortado varas de 1,25 metros de longitud para formar la circunferencia que daría estructura a la silleta. Entonces llegó Cristóbal, saludó a su hijo y comenzó a observar el trabajo que había hecho. "¡Estos palos no son de metro y medio!" vociferó con furia Cristóbal "Apa, uste’ no va a poder cargar una silleta tan pesada, se le va a caer" contesto Andrés tratando de tranquilizar a su padre "¡Uste’ no me va a venir a decir qué puedo y qué no puedo cargar, si me va a ayudar, haga las cosas cómo yo le digo, sí no, váyase de aquí!" Andrés lo miró con una mezcla de tristeza y rencor, sin embargo hizo lo que su padre le dijo.
"Me voy a conseguir más flores" le dijo Cristóbal a Emilia mientras salía. "¿Y no va a comer?" preguntó su mujer, "Ahora que vuelva" contestó.
En esta ocasión había mucha más gente: vendedores ambulantes de arepas, empanadas y petacones, turistas tomando fotografías al mar de colores a sus pies, algunos silleteros compraban flores y otros ya comenzaban a hacer las estructuras de sus silletas. A Cristóbal le costó más trabajo poderse concentrar para conseguir sus flores, además que le llevó más tiempo por el tumulto de gente. El sol ya estaba sobre su cabeza cuando todavía no terminaba de conseguir las espigas que llevaría la silleta alrededor. Lo que por la mañana parecía un sereno lago de pétalos, ahora le parecía a Cristóbal un mare mágnum de ruido, olores vulgares y flores pisoteadas.
Al fin pudo salir con su silleta cargada de ramilletes. Esta vez no entró a su casa, sino que pasó directamente a la parte de atrás, dónde Andrés ya había terminado de formar la estructura de la silleta. Cristóbal ordenó las flores por colores, recogió el primer cargamento y lo dispuso de igual forma. Una vez acomodadas lo que serían sus pinturas, inició su trabajo poniendo las espigas en la circunferencia de la silleta con cuidado único. Luego, comenzó a colocar las flores con gran paciencia, una a una, buscando siempre que la flor que ponía no menguara la candidez de las que ya estaban colocadas. Así tiñó su lienzo con las chispas, los pinochos, los crisantemos y los claveles, distribuyendo las texturas, equilibrando los colores, y a cada flor que colocaba ponía un poco más de interés y tiempo en colocar la siguiente.
Emilia le sirvió sancocho a la hora del almuerzo, pero Cristóbal estaba tan concentrado en su trabajo que, cuando se dio cuenta de la coca que estaba esperándolo, la grasa del cerdo ya había cuajado el platillo. No le dio importancia y siguió con su trabajo. Al fin llegó el momento de comenzar con los pensamientos y los lirios, su obra tomó tintes más melancólicos, pero, al mismo tiempo, también le dio una sensación de longevidad y de paz. Cada trazo de sus manos, cada gota de pétalos era ubicada con maestría en su punto preciso. Siguió con hortensias y tules de novia, entregando en cada pincelada experiencia y composición. Fue el momento de coronar la silleta con estrellas de belén y agapatos. Colocó la última flor, una orquídea blanca, como su firma, mientras el sol ya se posaba en el poniente. Llamó a Emilia y a Andrés, que quedaron mudos ante la soberbia de la obra. Cuando se observaba se entraba en una especie de lapso, todas y cada una de las flores hablaban, ninguna se anteponía a sus hermanas, ninguna pasaba desapercibida y, al mismo tiempo, entre todas cantaban una armoniosa melodía, todas sincronizadas en el mismo coro. Emilia no pudo contenerse y se soltó a llorar. Cristóbal comprendió que no había mejor expresión de admiración y se sintió aún más satisfecho. Era una obra imponente, no solo por su tamaño, si no por su beatitud y por el sentimiento que transmitía.
Fue momento de llevar la silleta a la plazuela. Con mucho cuidado, Andrés y Cristóbal cargaron la silleta de más de 65 kilogramos para presentarla. La reacción de todos los presentes fue la misma. Nadie dejaba de ver la silleta, que no perdía su belleza a la luz de los faroles de la calle. No hubo envidia ante la obra, por el contrario, solo admiración y respeto por su creador, que no dejaba de mirar con orgullo su mejor silleta.
Ya entrada la noche, comenzó el ambiente de fiesta y algarabía en Santa Elena, el aroma de las flores se mezclaba en el aíre con la pólvora, la música y la alegría. Así transcurrió la noche, entre Vallenato y música Carrilera, entre aguardiente y ron, entre risas y borrachos. Cristóbal permaneció toda la noche al cuidado de su trabajo, sin comer ni dormir, solamente esperando el amanecer. Cristóbal estaba inapetente ante la ansiedad, apenas y le dio tres mordidas a la arepa que Emilia le había llevado para su desayuno. Finalmente llegó el momento de llevar las silletas a Medellín. Andrés trató de ayudarle a cargar con la silleta, pero Cristóbal se negó. No quería compartir su obra, él se haría cargo de transportarla y así lo hizo.
Llegado el momento del concurso, no hubo duda alguna, la silleta de Cristóbal se llevó el primer premio de las silletas monumentales. No fue sorpresa para nadie por su tamaño, por la calidad y composición excelsas, y porque que su artista y quien la portaba era un hombre de 75 años.
El desfile comenzaba sobre la avenida Oriental, la calle estaba llena de gente que venía a ver la procesión. Bandas de música, grupos de bailes folklóricos, campesinos con silletas y carros alegóricos componían principalmente el convoy del desfile. Cristóbal, ubicado cual le indicaron, esperaba ansioso el momento de comenzar a marchar y mostrar su obra. Un reloj electrónico de la calle marcó la 1:00 PM, desde los edificios comenzaron a llover papes multicolores, las trompetas y saxofones comenzaron a soplar mientras retumbaban los tambores y jembes, la expectativa en su punto máximo, el desfile comenzó. La música inundaba la avenida y contagiaba de alegría a los espectadores, que comenzaban a bailar y gritar muestras de afecto a los silleteros y a su trabajo. La algarabía desbordaba, las compañías de baile de las distintas regiones mostraban sus bailes, portando trajes típicos y sonrisas en sus rostros. Los carros alegóricos circulaban despacio saludando y buscando generar una enseñanza a su gente. Y comenzaron a desfilar las silletas. Las flores tomaron la avenida, el pavimento se perdió entre pétalos multicolores; niños, mujeres y hombres desfilaban con sus obras vivientes a sus espaldas, “Cuando pasan los silleteros es Antioquia que pasa” gritaban los espectadores. A Cristóbal se le enchinaba la piel al escucharlos, y seguía el paso del desfile a pesar del terrible peso a sus espaldas. “¡Vuelta! ¡Vuelta!” le gritaban a su paso para admirar mejor el trabajo, y aunque le provocaba mucha fatiga, los gritos de la gente lo animaban a seguir portando, con gran orgullo, su obra.
Así fue por un par kilómetros, hasta que llegaron a la Alpujarra, cuando Cristóbal comenzó a sentirse mal. El sol, el peso y la fatiga comenzaban a menguar su paso. Comenzó a ver borroso, se mareó, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el pavimento hirviendo. Sintió cómo se le enterraban astillas en su pecho, un líquido cálido arriba del abdomen del lado derecho y se lamentó terriblemente por su silleta rota. Estando en el piso intentó levantarse inútilmente. Entonces tosió y vio una mancha como de aerosol carmín en el piso. Fue entonces que comprendió que la obra que se había roto no había sido la suya, sino la de sus padres.